Piense en fútbol argentino sin Diego. Suponga por un rato que el 30 de Octubre del 60’ un hada maligna determinara que no fuera como fue. Que Diego naciera jugador de naipes o magnífico arquitecto o gran abogado o simplemente un laburante de todos los días, aficionado al fútbol, habitante de la popular de algún club de Capital Federal. Retroceda en el tiempo y no habrá forma de concebir nuestra historia deportiva sin este muchacho cuyo apellido de cuatro sílabas y cuyas piernas nos llenaron de gozo todos estos años. Sin Diego no habría, “Maradoooo...” No se habría escuchado jamás el Diegoooo...Diegoooo. Sin el 30 de Octubre del 60’, sin el pesebre de Villa Fiorito no habría debut ante Talleres y caño al Cacho Cabrera. No habría padecido Gatti los goles del Gordito. No habría gateado en el barro el Pato Fillol en ese golazo memorable. Chau Japón 79’ y esa dupla fabulosa con Ramón Díaz. Adiós a la mano de Dios y a la apilada más apilada de la vida. Sin el nacimiento de 47 años atrás, la historia del fútbol argentino quedaría huérfana del máximo orgullo, de el propietario del don de llamar con un silbido a la pelota y que esta de una punta a la otra de la cancha venga a los pies de Pelusa como un animalito doméstico. Y hasta a uno le pareció siempre que el balón venía a Diego moviendo la cola. Sacar a Diego de la historia es tanto como sacar a cualquier protagonista de su propia pasada cronología de hechos. Esto es, Egipto sin Cleopatra, la pintura sin Dalí o Picasso, las letras sin Shakespeare, el cine sin Fellini. Cualquier ejemplo es válido, aunque parezca exagerado. A ese día de Octubre del 60’ le debemos alegrías infinitas. Las que los futboleros sabemos son las alegrías. Será difícil que el que no siente esta cuestión lleve al calificativo de pesebre al modesto hogar de Doña Tota y su marido. ¿Dónde estábamos los que estábamos ese día? Alguno habrá tenido clases, otro en el trabajo, varios durmiendo, los mas afortunados amando y miles de los que nos escuchan aún fuera de este mundo, sin haber aparecido desde el vientre de mamá. Los que estábamos deberíamos habernos fijado. En el balón que teníamos en casa. El de cuero, el de goma, el de trapo. En ellos el brillo, la alegría, el entusiasmo habrán sido la estrella que anunciaba el nacimiento del más grande portador de balones de toda la vida. Piense en el fútbol argentino sin Diego. Suponga ahora que esta hada hubiese cambiado los genes, las inspiraciones de los papás del mundo y nuestro petizo justiciero metía su primer berrido en España o Italia. Mire que ni le digo en Brasil o Chile. Que el “macho” dijo la partera se transformara en un “a pretty boy” “ a beisball player” en el sur de California o en el borde del Cañón del Colorado. Dios tenga en la gloria al hada, a la Tota, a Don Diego, al propio Dios que decidió que la cigüeña bajara en Fiorito con semejante carga. Los futboleros sabemos de plegarias de agradecimiento. Y el de River dirá gracias por el Beto, y el de Boca por Carlos Bianchi; y el de Racing por el Chango Cárdenas, el del Rojo por el Bocha, el Cuervo por el gol del Gallego González, el quemero por Miguel y sigue la lista. Pero a la hora de unir nuestras almas para el regocijo común, los argentinos futboleros decimos : Gracias Dios, por el 30 de Octubre del 60’, por la casita de Fiorito, por ese retacón, por esa lengua afuera para pegarle a la pelota, por ese puño en alto con la pelota en la red contraria, gracias por el ciudadano argentino Diego Armando Maradona. 47 años atrás empezamos a dejar atrás una historia de campeones morales que se iba a prolongar hasta que el niño cumpliera 18 o 19. Piense en nosotros los hinchas sin Maradona. Suponga que pasábamos por la vida sin ver al duende. Hubiese sido todo demasiado real y aburrido con muy pocos destellos de algunos ingeniosos muchachos de hábil dominio. Con él fuimos protagonistas de la Isla del Tesoro, de Peter Pan, de una de Paturuzú, fuimos compañeros de ruta de Harry Potter y el Dr. Indiana Jones. Todo por un 30 de Octubre. Un día común. Como hoy. Sólo que los que estábamos ya en el mundo ni nos fijamos en los balones que había en casa. A la hora en que Diego asomaba al mundo se pusieron a picar de alegría. Nosotros lo notamos varios años después. Autor: Osvaldo Alfredo Wehbe









